jueves, 6 de noviembre de 2025

ENTREGA 58

 

Eso sólo lo hizo dos veces más, pues a la tercera fui detrás de ella sin que me viera y la estuve persiguiendo entre las calles. Liria anduvo y anduvo hasta una avenida que estaba cerca del mar, llegó allí, se instaló al lado de un semáforo en donde paraban los coches y empezó a meterse entre ellos. Hablaba con los que iban dentro y hacía gestos. Cada vez que el semáforo se ponía rojo volvía a repetir la operación, y cuando los coches pasaban a toda velocidad, miraba lo que llevaba en la mano y se metía y sacaba cosas del bolsillo, y una vez que pasó uno de los coches blancos y rojos de la policía, se puso a mirar hacia otro lado como si estuviera muy interesada en un escaparate, pero luego volvió a lo suyo. Había que andarse con cuidado porque los policías eran muy brutos, aunque ellos también tenían que protegerse, sobre todo de las mafias. Aquellos que pasaron aquella mañana iban sacando los pies, vamos, las botas, por la ventanilla, y entre ellas, entre las botas, asomaba el cañón de un fusil como para matar elefantes.

Liria creía que me iba a engañar pero no pudo. Yo volví a casa, y cuando llegó le dije,

―Lo he visto todo y yo también voy a ir a pedir dinero contigo.

Liria se espantó de haber sido descubierta, pero tuvo que transigir porque yo me puse muy burra y me empeñé; además, quería hacerlo de uniforme.

―¿Por qué no? Así les daré más lástima, y el uniforme ya no me va a servir para nada porque no voy a volver al colegio de las monjas.

Liria me miraba embobada.

―Tú eres tonta. En cuanto te vea alguien así vestida llamará a los guardias. Para hacer esto no hay que parecer nada; sólo que estás muy mal. Puedes ponerte una venda en el brazo y la pintamos con mercurocromo, y te tienes que despeinar, no puedes ir por ahí con esa coleta rizada; cualquiera que te vea te recordará durante toda la vida.

Liria y yo estuvimos toda la tarde inventando disfraces y discutiendo sobre la mejor manera de llevar aquellas tareas a cabo, nos pusimos como locas con los ensayos y las caras de pena y al final estábamos riendo a grito pelado y mirándonos en el espejo; aquella fue la primera vez que nos reímos después de que se muriese Coriandro, nuestro padre. Como llevábamos tanto tiempo sin hacerlo, casi nos dio un ataque de histeria y acabamos agotadas.

Luego también Cati quiso ir. Liria, al principio, dijo que no, pero debió de pensar que sería aún peor que se quedara allí solo todo el día y lo llevaba con ella, iban los dos juntos y él se quedaba en la acera vigilando desde lejos por si había problemas. Yo me iba al otro extremo de la avenida, a otro semáforo, para que no nos vieran a todos juntos, y así abarcábamos mejor el mercado.

Un mediodía, cuando volví a casa con un montón de monedas ―a mí me daban muchas, pero a Cati, que era el colmo de las desgracias, nadie le daba nada, sólo lo insultaban y lo escupían por la ventanilla; algún coche también quiso atropellarlo, aunque él se apartó― me dijo Liria que había estado en casa el curiepe, el bendito del colegio. Las monjas no habían ido porque no se atrevían a entrar en aquella parte del barrio y seguramente habían delegado en él. Había venido disfrazado de persona normal, nada de ropas talares, y ella al principio no lo reconoció, aunque luego se dio cuenta de quién era. Entonces le besó la mano y todo eso y él le soltó un discurso sobre el devenir de la existencia, y también le echó unas bendiciones y le dio dinero; no mucho, pero algo le dio. Además, le dijo, tenéis que volver al colegio, ya veré yo cómo se puede arreglar esto. Hay que reconocerle la buena intención porque lo mismo podía haberse desentendido, pero luego transcurrieron los días y no volvimos a saber nada de él ni de las monjas.

De quien sí supimos, lo que sucedió como al cabo de un mes, fue de Jonás. Una vecina, la del piso de abajo, que se pasaba la vida sentada en una mecedora en el portal, nos trajo la noticia de que lo habían cogido los militares ―la verdad era que no lo sabía muy bien― y lo habían llevado a Conejo Blanco. Lo tenían allí, porque en aquel país, en el que todos estábamos indocumentados, los militares hacían periódicas redadas, y el que no podía demostrar que había cumplido sus deberes para con la nación, los cumplía por lo forzoso. La vecina llegó toda agitada y nos trajo cajas con comestibles, debía de haber hecho otra colecta, y luego volvió varias veces más y siempre quería que fuéramos a su casa a arreglarnos el cuerpo, niños, si necesitáis algo… Los vecinos debían de estar asustados de vernos a nosotros tres allí solos, aunque durante todo aquel tiempo se comportaron muy prudentemente y no se metieron en nada. Yo ya sabía que a Jonás no le había sucedido nada gordo, que no lo habían matado, quiero decir, porque esas cosas se huelen, pero siempre es mejor que te las digan que no que te las imagines.

Nosotros seguimos una temporada con lo de la mendicidad, porque algo había que hacer y tampoco era tan laborioso: si un día se te daba bien, luego dejabas de ir dos. Divertido no era, pero mejor que estar en casa mano sobre mano, sí, aunque yo ya me daba cuenta de que había que ir pensando algo nuevo, claro, porque no íbamos a estar con aquello toda la vida, sobre todo que a veces ocurrían cosas algo raras, como Liria ya me había advertido.

Un día paró un coche bueno y rojo en el semáforo y yo puse la cara de pena de rigor. Al volante iba un tipo con patillas. Bajó un poco la ventanilla, y entonces vi que también llevaba gafas negras y reloj de pulsera dorado. Él me dijo,

―Te doy cien pavos, chica. ¿Quieres ganarte cien pavos? Sólo tienes que hacer lo que yo te diga. ¿A que nunca has visto cien pavos? ¿A que nunca has visto una raya de un kilómetro?

El tipo aquel era de lo más lanzado, pero como había otro coche detrás, no le contesté y me fui a poner las caras de lástima al otro. Sin embargo, el del coche rojo, que era enano y gordo y debía de tener ganas de trabajar, abrió la puerta, salió del coche y vino hasta mí.

―¿No me has oído, tú?

Se ve que le había gustado, y eso que estaba hecha un asco, porque incluso me agarró por un brazo, pero yo pegué un tirón y me solté, y además ya no puse la cara de pena. De repente lo miré fijamente, puse mi cara de furia y él se quedó muy confundido; debía de ser que no sabía que todo aquello de las caras era guáchara, pero el negocio finalizó allí porque el semáforo se puso verde y el que estaba detrás empezó a tocar la bocina y a gritar, se enfadó mucho porque no le dejaba pasar y empezó a gritar sacando la cabeza por la ventanilla. Yo salí corriendo, me escondí entre los coches aparcados y allí se acabó el asunto.

ENTREGA 58

  Eso sólo lo hizo dos veces más, pues a la tercera fui detrás de ella sin que me viera y la estuve persiguiendo entre las calles. Liria a...