LA NEGRA TRABAJANDO
A los trece años estaba vendiendo helados en una de las islas del archipiélago, porque había ascendido en el escalafón de los empleos de temporada y ya no estaba limpiando pescado, no, aquello no duró mucho, ni cocinando en mi islita, y eso bien que lo sentí, pero sucedió algo que voy a contar; no sé si lo podría calificar de divertido pero lo voy a contar.
Resulta que una tarde de aquellas habían ido tres en la lancha del barquero, dos chicos y una chica. No eran una pareja, yo creo que aquello era más bien un contubernio, una cohabitación, un abigarramiento, bueno, yo no sé, y debían de ser ingleses, o griegos, y aunque al principio se portaron bien y se comieron todo lo que les puse delante, luego se emborracharon muchísimo y empezaron a disparatar. Al principio estuvieron mirándome, diciéndose cosas entre ellos y discutiendo, y luego la chica comenzó a dirigirse a mí. Yo creo, a juzgar por sus gestos, que quería que hiciera algo con ella, no sé qué, y allí, delante de los otros dos. Le brillaban los ojos como les brillan a las personas que han bebido, y como hablaba muy mal, se le caía un poco la baba; los otros tampoco estaban mejor, aunque habría que decir en su descargo que eran gente muy joven y alocada. Además enarbolaba un fajo de billetes y los iba pasando mientras me miraba a los ojos. Durante un momento me pareció estar en un concurso de los de la televisión, pero como me hiciera la desentendida y me fuera hacia la choza, vino uno de ellos, el más grande, me agarró por un brazo y me dijo ―bueno, me chilló― unas incomprensibles palabras. Yo lo miré, lo miré muy cautamente, como una mosquita muerta, mientras por dentro decía, ayúdame. No sé a quién se lo decía, pero decía, ¡ayúdame!, gritaba con toda mi alma ¡ayúdame!, porque a decir verdad, así, al pronto, me asusté un poco. Yo estaba allí sola y el barquero no volvía hasta un rato después, pero el bestia aquel del bebezón no me soltaba, y eso que yo tiraba, así que en cuanto vi que los otros dos se dirigían a donde estábamos con previsibles intenciones, los dos sonriendo de medio lado, no me quedó más remedio que admitir que sí, bueno, ¡esto es la guerra!, ¡¡más madera!!, y le arreé un sartenazo al que me cogía por el brazo de no te menees. O sea, me revolví, cogí la sartén, que era de hierro y estaba en el suelo, y le aticé tal sartenazo entre los dos ojos a aquel necio que cayó al suelo redondo, y es que le di con el canto. En fin, tampoco fue muy difícil hacer aquello que hice con un borracho.
Los otros dos se enfadaron muchísimo, y sus intenciones estuvieron claras, pero se asustaron. Se enfadaron mucho, sí, pero su susto fue mayor que su enfado porque yo entonces tenía la coleta, mi famosa coleta, teñida de naranja, vamos, de naranja y púrpura, y no quiero decir cómo ponía los ojos, esto es, que tenía un aspecto raro, como de ciencia ficción, así que ellos se asustaron y se fueron hacia atrás, no se atrevieron a seguir con lo que pretendían. Teniendo en cuenta lo que había sucedido, y la sangre que estaban viendo, dieron marcha atrás en sus propósitos y fueron a auxiliar al caído con hipócritas voces de afrentados. Sólo me miraban como quien ve al demonio, y luego, al cabo de mucho rato, al final, mientras yo mantenía a raya con la sartén a aquellos dos ―porque la sartén no la solté en ningún momento, y además cogí una estaca con la otra mano y me metí en el chiringuito― apareció el barquero, el barquerito en su lancha, y él sí que se enfadó. Me dijo, qué pasa, porque que allí sucedía algo se debía de notar mucho, y yo le dije, nada, no pasa nada, vete, lleva a estos y luego me vuelves a buscar. El del sartenazo ya se había repuesto y sangraba por la nariz y la boca, también pegaba sorbetones como si llorara, y me miraba con odio, pero como no estaba en un estado en que pudiera hacer nada, se montaron los cuatro en la lancha y se fueron; deberíamos haber vuelto todos juntos, pero yo no quería ir con ellos.
Por la noche me llamó uno de los encargados y me dijo que me fuera.
―Mira, chica, yo no te echo y tú trabajas bien, pero está prohibido pegar a la marchantía. Estos están tan descompuestos que no se pueden ni mover, pero mañana a lo mejor se van a chivar a los policías, así que lo mejor que puedes hacer es salir huyendo, lo mejor para ti y para los demás. Yo no voy a decir nada. Tú eres una contratada y yo no te conozco.
El tipo aquel no se portó mal, todo lo contrario. Me pagó lo que me debía, me sonrió y me dio una palmada en la cabeza. Como era mulato y mayor, a lo mejor se imaginó algo de lo que había sucedido, pero el resultado de todo ello fue que se acabó mi empleo en la isla y mis baños diarios en los atardeceres y corrientes del mar, y bien que lo sentí, que ya he dicho. Aún ahora que lo escribo, al cabo de tantos años, lo recuerdo como la época más libre de mi vida, esa en la que una, que es absolutamente irresponsable, aprende a volar.