jueves, 19 de junio de 2025

ENTREGA 20

 

A continuación subía la mano por la pierna hasta llegar a las bragas, sintiendo cómo alguien, sorpresa, se estremecía. La pierna se doblaba imperceptiblemente, lo que resultaba de lo más emocionante, pero no se oía ni un gemido, ni un suspiro. Cualquier ruido podía dar una pista, y el juego consistía en adivinar a quién se había pillado con todo aquello oscuro. Si las bragas eran las que yo esperaba, empezaba,

―Mmmm… Esta es… Mmmm…

… y comenzaba la exploración de culo. Yo me ponía como un verraco, podía estar así durante horas. Primero le tocaba las nalgas, le bajaba poco a poco las bragas y seguía por donde podía, le pasaba primero la mano y luego un dedo… Un día noté algo raro, raro y caliente. Como estaba todo oscuro, así, en un primer momento, no me di cuenta de lo que estaba sucediendo, aunque luego sí.

―(¿Qué es esto?) ―pensé de repente, y me puse en pie y encendí la luz: mi prima no se había lavado convenientemente.

―¡Mira que eres guarra…!

Anita se quedó cortadísima, y luego salió de debajo de la cama y se echó a llorar desconsoladamente. Allá fue Beatriz a consolarla.

―Pero…, ¿qué te pasa?

Anita lloraba a moco tendido.

―¡Que este me ha dicho…, uuuuhhhh…, uuhhh…, que me ha dicho…, uuuuhhhhh…!

Aquello, claro, no se volvió a repetir, pero desde entonces me torné muy precavido, y antes de meter la mano en lugares recónditos acostumbraba efectuar un reconocimiento olfativo previo y a distancia del asunto, aunque casi siempre olía a jabón.

―Hummm… Mmm…

Una tarde, con aquello de los olores y que casi no cabíamos en donde nos habíamos metido, un armario lleno de ropa, accidentalmente le pasé la lengua por la nalga derecha a Anita. Luego, llevado por los instintos del subconsciente, esos que, sin que nosotros lo sepamos, anidan en los entresijos del código genético, la mordí; no mucho, pero la mordí. Anita sintió algo dentro que nunca antes había sentido y se quedó aterrada. Se abrazó fuerte a un montón de ropa y respiró. Un instante después, al notar mis dientes, sintió el primer calambre de su vida. No fue un calambre muy bestia, no, ni muy largo, fue una cosa cortita, pero los jugos de su estómago se revolvieron y estuvo a punto de devolver la merienda completa. Afortunadamente cerró la boca, agachó la cabeza, apretó los puños y aguantó. Cuando el juego acabó, pálida como una muerta y temblorosa como un junco, no dijo nada y se fue al baño derecha. Cerró por dentro, que nunca lo hacía, y devolvió en el lavabo cuarto de litro de líquidos amarillos que pugnaban por salir. Luego se echó a llorar, y estuvo allí, sentada en una banqueta, un cuarto de hora. Fuera, su hermana y su primo, llamaban. Yo, que sólo me imaginaba a medias lo que había sucedido, me sentía atemorizado. ¿Y si se descubría todo…?

―Venga, boba, sal, que era una broma…

Por suerte no apareció nadie, pero el juego por aquel día se acabó. Yo me puse la chaqueta de flecos, el sombrero y las pistolas, y me dediqué a pegarles tiros. Beatriz, que llevaba el uniforme azul marino del colegio, fue la que más se enrolló.

―Venga, ¡mátame!

Yo disparaba y Beatriz se caía al suelo y se quedaba allí, con las piernas bien abiertas y las faldas subidas.

―¡Agghhhh…!

Beatriz, todo aquello, lo hacía de maravilla. Yo apoyaba el cañón de la pistola entre sus piernas y volvía a disparar.

―Muere…, muere…

Beatriz se ponía boca abajo, levantaba el culo y se contorsionaba. Yo me entusiasmaba con el juego, hasta que…

―¡Ay!, que me haces daño… ¡Pero mira que eres burro!

Beatriz se levantaba, se sentaba en la cama y se colocaba las faldas en su sitio. Luego, medio corrida, con las manos en el regazo y la mirada baja, decía lloriqueando,

―¡Burro, más que burro…! Ya no juego.

Con el tiempo descubrimos lo de atarse. La idea fue de Beatriz.

―¿Nos atamos?

Yo la miré aprensivo, aunque hubiera resultado difícil averiguar lo que pasó por mi cabeza.

―¿Cómo…?

A Beatriz le brillaban los ojos. Beatriz iba a lo seguro, a por el más débil.

―Pues…, atamos a Anita a la silla.

A mí el corazón me dio un vuelco.

―¡Eso!

Anita, muy en su papel, se resistía y retrocedía hacia el fondo del cuarto.

―¡No…, no…!

Beatriz respiraba hondamente y la cogía por las muñecas.

―Que sí, tonta, ya verás, ven…

Entre los dos la cogimos, cada uno por un brazo, la sentamos en una silla y le atamos las manos atrás, al respaldo. Los tobillos se los atamos a las patas de la silla. Yo miraba a mi prima la mayor como esperando órdenes.

―Y ahora, ¿qué hacemos?

La fantasía de Beatriz era desbordante.

―¡Vamos a taparle los ojos!

Beatriz y yo le vendamos los ojos con un trapo que cogimos en la cocina. La cocinera salió detrás de nosotros.

―¡Niños…! ¿Qué hacéis ahí? ¿Para qué queréis eso…?

ENTREGA 20

  A continuación subía la mano por la pierna hasta llegar a las bragas, sintiendo cómo alguien, sorpresa, se estremecía. La pierna se dob...