lunes, 23 de junio de 2025

ENTREGA 21

 

Beatriz y yo, entre risitas histéricas, desaparecimos por el pasillo y nos encerramos en mi cuarto. Anita se retorcía en la silla.

―¡Nooo…, noooo…!

Luego Beatriz y yo contemplamos nuestra obra. Ahora que la teníamos atada, y ciega, Beatriz no acababa de ver aquello claro. Beatriz siempre fue muy dada a razonar.

―Es que no es así, yo no digo esto…

Yo no acababa de entenderlo.

―¿Ah, no? ¿Pues cómo es…?

A Anita la desatamos, la hicimos levantarse, la tumbamos encima de la silla, la volvimos a atar, esta vez las muñecas a las patas de la silla, le levantamos las faldas y le empezamos a tocar el culo, cada uno por un lado. Beatriz, de repente, se lanzó y se puso a darle besos en las nalgas.

―¡Ay, ay…! ¡Así, mmmmmm…, así…, mmmmm…!

Bea y Anita vociferaban, y yo, allí de pie, mirando, me corrí, o algo parecido, sin saber cómo. Yo no sé si entonces ya me ocurrían tales fenómenos, pero no dije nada, disimulé. Me salió un manchón oscuro en los pantalones pero no me di ni cuenta. Fue Beatriz la que, de repente, lo vio.

―¡Ay…!, cochino. ¿Qué tienes ahí…?

Yo me tapé instintivamente.

―¡Se ha meado…, se ha meado…!

Luego, a los pocos días, volvimos a repetir el numerito, pero aquella vez ya íbamos a tiro hecho. Atamos a Anita a la silla, le bajamos las bragas y Beatriz sacó del bolsillo una barra de labios. Yo, cuando vi aquello, aluciné.

―¿De dónde has sacado eso?

―Se la he cogido a mamá.

Yo, que era muy miedoso, vi asomar el peligro.

―Se va a dar cuenta… Te la vas a cargar.

… pero Beatriz lo tenía todo calculado.

―¡Qué va! ¡Si luego se la pongo en su sitio!

Beatriz cogió a su hermana por los muslos, se los separó, sacó el rouge de la funda de metal, que era de un color rojo intenso, y se lo metió por detrás, como un supositorio. Anita pegó un respingo.

―¡Aaayyyy…!

―Calla, tonta, no chilles…

Anita, con el culo pintado de rojo, que parecía que la habían desvirgado, vociferaba tanto que yo, temiendo que los gritos llegaran a oídos de quien no tenía que llegar, me metí en el cuarto de baño y estuve allí veinte minutos, pegando la oreja a la puerta y oyendo jadeos y lloros. Cuando los ruidos cesaron, salí, y mis primas estaban todas modositas leyendo unos cuentos, Beatriz con la mirada aún brillante y Anita con cara de haber llorado. Beatriz me echó una mirada despectiva.

―¡Qué miedica…! ¡Pues luego le metí la funda!

Cuando aquello acabó, todos más corridos que una mona, Beatriz, que era la más marchosa de los tres, con la mano entre las piernas aún seguía con lo suyo.

―Anda, piensa una tortura…

A mí, cuando me tocó, que fue días después y estábamos en casa de la abuela, me metieron en la carbonera, me ataron a una silla, sentado y con las manos atrás, y me torturaron, según ellas. Lo de la tortura empezó en plan suave, se limitaron a desabrocharme los pantalones y bajármelos un poco, pero luego las cosas se fueron calentando, y me pegaron tal mano de bofetones ―porque las niñas de diez años, por si usted no lo sabía, cuando se ponen pueden dar unos tortazos considerables― que acabé llorando, ahora yo, y me puse a vociferar a voz en cuello. Mis primas se asustaron y salieron corriendo del cuarto. Yo me quedé allí, con los pantalones abajo, solo, atado, balbuceando y lloriqueando, sin saber qué hacer. Luego, después de muchos tirones, me solté y salí todo negro, sangrando por las muñecas y hecho un Cristo. Me metí en un cuarto de baño y estuve tanto rato que me quedé dormido. De los mayores, de los que ya se ha dicho que no controlaban mucho, nadie se enteró de lo que había sucedido. En el salón todo eran parabienes, porque al tío Juan le habían dado un premio literario y el whisky volaba más que corría.

Beatriz, con aquella melena lisa y negra, también tenía algo de india, unas cuantas partes ya le tocaban, y de negra, los morros por lo menos, pero por lo descarada parecía blanca. A su hermana la tenía aleccionada, aunque no estoy seguro de que entendiera algo. Beatriz, a falta de otras motivaciones, se divertía diciendo cosas como la que sigue.

―¿Sabes qué?

Yo picaba siempre.

―Qué…

―Pues que no es lo mismo dos metros de encaje negro…, que que te la encaje un negro de dos metros.

Yo ponía una cara muy adecuada al momento, a la circunstancia.

―¿Qué…?

Beatriz se reía y se dirigía a su hermana.

―¿No ves cómo no lo entiende, no lo ves?

Anita se reía a medias, se reía un poco por compromiso y me miraba de medio lado; yo creo que ella tampoco lo entendía. Anita, de mayor, estaba muy buena, mientras que Beatriz, que era la que estaba buena de pequeña, echó un culo importante. Esto suele suceder casi siempre.

ENTREGA 21

  Beatriz y yo, entre risitas histéricas, desaparecimos por el pasillo y nos encerramos en mi cuarto. Anita se retorcía en la silla. ―¡...